Blog del Narco

Las historias del Cártel de Sinaloa, Los Zetas y su pasado en Torreón, Coahuila, la ciudad que hoy florece de nuevo

¿Ves esa casa al fondo, la del techo caído?”, me pregunta Eme y el sol que arde a 43 grados me impide levantar la mirada. 

“Ahí metíamos a los zetones que capturábamos del otro lado del cerro. Se los dábamos a los ‘carniceros’ y ellos se encargaban de que nos dijeran dónde había más de ellos: les arrancaban las uñas y les taladraban la cabeza hasta que hablaban y luego los tirábamos en cachitos”. 

Eme es un miembro retirado del Cártel de Sinaloa en Coahuila que tiene un diablo con una AK-47 tatuado en la pierna para que nadie se sorprenda con la maldad de su pasado. 

Entre sus muchas habilidades posee la de ubicar sin necesidad de un mapa cada una de las casas de tortura que hay en el chichón de tierra que tenemos enfrente, pero como yo no sé a cuál de todas esas casuchas se refiere Eme me pide subir con él por el Callejón 11 dando zancadas hasta llegar a un cuarto que aún conserva dos sillones donde sus jefes se sentaban a drogarse y esperar a que les llevaran algún muchacho reclutado por Los Zetas

“Todavía se ven los agujeros”, dice, mientras apunta a un muro de ladrillos dentro de la casa que servía como paredón. “De noche nomás oías los balazos secos —¡pum, bam!— y sabías que estaban rematando a chamacos de 14 o 15 años. Acá, en esos años, era lo normal”.

Eme habla en clave: “acá” es el cerro La Durangueña en Torreón; “esos años” es entre 2003 y 2012; y “lo normal” es que el Cártel de Sinaloa y Los Zetas mataran tanta gente como si quisiera despoblar a La Laguna convirtiéndola en la región más letal del país.

“Mira lo que son las cosas”, ironiza Eme, mientras se limpia el sudor. “Hace diez años, si hubieras puesto un pie acá, te hubieran matado. Pero hoy estás aquí hablando conmigo y hasta tomando fotos”. Cierto. 

No sólo puedo caminar por los recovecos de La Durangueña, sino que puedo conversar con los pocos vecinos que quedan y asomarme por las ventanas de las casuchas e imaginar el horror de quienes aquí fueron torturados y asesinados. “¿Cómo lo lograron?”, le pregunto a Eme y su respuesta es de una candidez que sólo se encuentra en el norte del país: “Pues… por fin se decidieron a acabar con nosotros”. 

Torreón es un desierto con parque en el centro. Un horno donde nació una laguna que da leche. Un yermo que parió una minera cuyos caminos de exportación son el secreto mejor guardado de la región. 

Torreón tiene una jabonera pegada a un tren que está pegado a un cerro que está pegado a bares donde venden cerveza helada acompañada de un lonche de adobada. Torreón es la algarabía de una carne asada y el silencio de sus cerros escarpados donde aún quedan fosas clandestinas por descubrir.

Torreón es clave para el país. Conecta al Pacífico con Estados Unidos. Une a Mazatlán con Reynosa y a Ciudad Juárez con Tapachula. Está a mitad de camino del puerto de Manzanillo y el de Altamira. 

Un nudo estratégico. Lo sabían bien Francisco I. Madero y Francisco Villa, quienes lo ambicionaron mucho antes que los cárteles. Para controlar el territorio, los maderistas mataron en 1911 a cientos de personas de origen chino y luego los villistas asesinaron a cientos de maderistas. 

Torreón se baña en sudor y se acuesta en sangre seca: un siglo después de la Revolución Mexicana, la pelea por su tierra la protagonizaron el Cártel de Sinaloa y Los Zetas. 

Los primeros llegaron a finales del siglo XX; los segundos, en 2003 cuando bajaron de Piedras Negras enemistados con el Cártel del Golfo. Ambos reclamaron a balazos esa ciudad —la más poblada de La Laguna, que comparte con los municipios de Matamoros y Madero en Coahuila y Gómez Palacio y Lerdo en Durango— y sus pujantes industrias legales, junto con la venta de droga y el negocio de la extorsión. 

Torreón es el recuerdo de una ciudad expuesta a los horrores de la primera etapa de la “guerra contra el narco”: el atentado contra el empresario Carlos Herrera, el homicidio del periodista Eliseo Barrón, la masacre de 17 jóvenes en la Quinta Italia Inn, la matanza afuera de Galerías Laguna, el ametrallamiento del edificio del diario El Siglo de Torreón. Los niños sicarios subiendo por el Cerro de la Cruz y los viejos bajando a la harinera contratados como halcones. Los policías desmembrados por órdenes del Dany. Las casas de tortura del Comandante Gabito. El toque de queda. El miedo detrás de la cortina.

Torreón es un dolor fantasma. El mal se extirpó hace una década, pero hay días en que aparece aunque ya no esté ahí: las tienda de abarrotes agujereadas y un monumento a los desaparecidos que cruza un lago azul son vestigios de los años violentos. 

Torreón es un muñón nervioso, pero sano. Un dolor que se apacigua cuando una empresa reabre, una familia regresa del exilio o un vecino saluda al policía de la esquina y surge una pregunta recurrente: “¿Te acuerdas que esto no lo podíamos hacer hace unos años?” Torreón es la segunda ciudad más segura de Coahuila. Está entre las 15 más pacíficas de México. Un imán de inversiones extranjeras. 

Un Costco en construcción. Una marca estadunidense de donas anunció su llegada. Es un restaurante abierto de madrugada. Una gordita de harina de día y pan francés en la noche. Torreón es ruido: ya se habla sin susurrar por miedo a “los señores” y se canta en el estadio de béisbol. Torreón es cálido, quieto, sin sobresaltos.

El alcalde de Torreón Román Alberto Cepeda es la estampa del hombre norteño. Botas, mezclilla y camisa blanca sobre 192 centímetros de altura. Lo único que desentona es que escucha Timbiriche para relajarse. Fuera de eso, este empresario que gusta de montar caballos es un torreonés de monografía. También es el quinto presidente municipal en la era de paz que comenzó en 2013 y que fue bautizado como “Reconquistando a La Laguna” por los académicos Sergio Aguayo y Jacobo Dayán.

“Torreón revivió el día que se articularon varias fuerzas que se soltaron las manos cuando comenzó la violencia: los empresarios, migrantes, sociedad civil y luego se incorporaron universidades, organismos de derechos humanos, la Iglesia y medios de comunicación que retomaron su voz”, dice el alcalde desde sus oficinas. 

No es claro qué llevó a Torreón —y La Laguna— a sacudirse la bota de los cárteles del cuello tras dos lustros de sometimiento. Unos dicen que fue la casi bancarrota del municipio a la que los llevó el Cártel de Sinaloa; otros, que fue la psicosis provocada por las ejecuciones de Los Zetas. O que el crimen organizado se metió con algo sagrado —el fútbol— durante la balacera afuera del estadio Santos. 

O que un día la violencia letal tocó a un joven apellidado Moreira y entonces hasta quienes mandaron a sus familias a Estados Unidos por la violencia se sintieron vulnerables. Pero a partir de 2013 algo empezó a cambiar, que coincidió cuando inició un nuevo gobierno federal que era del mismo partido político que el gobierno estatal y municipal, así que los recursos y las estrategias fluyeron sin pausas. 

Los gobiernos de La Laguna barrieron con las maquinitas tragamonedas, un negocio de Los Zetas. También con los casinos, de donde sacaba dinero el Cártel de Sinaloa. Se prohibieron las peleas de gallos, carreras de caballos, table dance y los deshuesaderos, pues servían para lavar dinero. Así le pegaron a las finanzas de los criminales. 

Luego, se puso en regla a las gasolineras para evitar la venta de combustible robado, se reguló el consumo de alcohol e inició un programa de cero tolerancia vehícular: nadie podía circular sin placas ni ventanillas polarizadas.

La policía municipal que trabaja para Los Zetas se desarmó. Lo mismo los estatales que colaboraban con los de Sinaloa. Y aunque muchos uniformados se pusieron en huelga —obligados por sus patrones criminales para que se les reinstalara como matones con placa— no se reculó. 

El tiempo en que el Ejército ocupó La Laguna se aprovechó para crear el Mando Especial que borró fronteras entre municipios y estados dependiendo de una policía civil y metropolitana de alta especialización. El cambio incluyó mejores salarios, mejores equipos y tecnología que se compró también con dinero de los empresarios. 

“El torreonense tiene una visión muy particular del país. Nos hicimos en el desierto, así que todo nos costó más trabajo. Estamos acostumbrados a pelear”, dice orgulloso el alcalde, quien en los años de mayor violencia dejó de ver a sus tres hijos por temor a que lo siguieran y los secuestraran.

La Laguna descubrió en esos años negros nuevas palabras: “pozolear”, “tablear”, “encajuelar”, “cuernear”. También torció sus propios nombres: “Tierrón”, “Mata-morros”, “Gómez Balazos”. 

Pero Torreón creó un verbo que define su carácter y su renacimiento: “morelear”, es decir, citar a las familias —desde abuelas hasta nietos— en la emblemática y herida Avenida Morelos cada vez que había un hecho sangriento y ocupar la calle con ciclistas, corredores, músicos, pintores y bailarines.

Pronto, los temerosos tomaron la calle y los temibles fueron desplazados. El miedo empezó a cambiar de bando. 

La voluntad de unos 700 mil torreonenses no hubiera bastado sin un componente clave en la lucha contra el crimen organizado: la tecnología. Si Los Zetas tenían interceptores de llamadas y el Cártel de Sinaloa contaba con radiofrecuencias encriptadas, los gobiernos tenían que presentar mejores cartas.

Actualmente, Torreón es vigilada por 404 cámaras inteligentes del estado de Coahuila y 260 lentes municipales. A esas 664 hay que sumar las que están en 30 patrullas como un programa piloto y 24 body cams de policías. 

Algunas de estas cámaras son tan avanzadas que son capaces de identificar a personas sospechosas y seguirlas automáticamente a través de su temperatura corporal, incluso si están en lugares completamente oscuros. La tecnología comprada en China es el orgullo del Centro de Control y Comando (C2) amurallado a prueba de bombas, después de un ataque con explosivos hace ocho años.

“Antes venían los criminales y te decían ‘déjame pasar porque te voy a apagar las cámaras por las buenas o por las malas’. Hoy eso es imposible, ya no sucede. Pero en los peores días, ellos tenían el control del C2 y de todo lo que pasaba acá”, recuerda el director del centro César Reyes, quien hoy funciona como los ojos y oídos del alcalde.

Los accesos a la ciudad son celosamente observados por arcos con cámaras que son capaces de identificar y guardar hasta por tres meses los rasgos de un conductor detrás de un cubrebocas. 

Quien ingresa a Torreón con un mandamiento judicial pendiente, según la Plataforma México, es detenido en menos de siete minutos, como lo indica el protocolo. 

Un policía municipal promedio tiene un sueldo que ronda los 20 mil pesos al mes, mientras que el equipo de reacción llega hasta 40 mil pesos mensuales. Ellos hacen el trabajo rudo a bordo de vehículos con blindaje que resiste las ráfagas de un AK-47. 

“Y vamos a poner más cámaras. Y más arcos de detección de armas. Además, salimos diariamente a las calles a hacer jornadas de empleo y de salud en donde mandaban los criminales. Algo increíble pasa acá: la gente le lleva lonche a la policía”. 

“Ni nosotros supimos bien qué pasó. Un día los jefes nos dijeron que el gobierno había decidido acabar con Los Zetas y que requerían nuestra ayuda. Al principio nos sentimos muy chingones, pero luego nos la voltearon y se fueron contra nosotros. 

Y como vimos que sí habían arrasado a los contrarios, los jefes nos llamaron y dijeron que quienes quisiéramos salirnos de la empresa aprovecháramos la oportunidad, porque se nos había acabado el tiempo en La Durangueña”, cuenta Eme.

En aquellos días, Eme ganaba 7 mil pesos a la semana como subalterno del Dany del Cártel de Sinaloa. Su trabajo era quitarse el miedo con anfetaminas baratas para entrar corriendo con otros chamacos a territorio enemigo como Cerro Azul y el Huarache para capturar zetas y venderlos en 30 mil pesos cada uno a los “carniceros”. 

El único objetivo de su tropa era tomar prisioneros de guerra.“El trabajo incluía asegurarnos que las patrullas de la policía estatal cuidaran que nadie entrara a La Durangueña para evitar que se les ‘diera trámite’”. “¿Qué es ‘dar trámite’, Eme?”, le pregunto y vuelve su franqueza. “Matar, aniquilar, como le quieras decir”. 

Y pienso que en una ciudad como Torreón, que se enorgullece de su formación empresarial, hasta la muerte se disfrazó de lenguaje corporativo. 

A Eme se le abrieron dos caminos: seguir en el cártel, pero en distinta plaza o esconderse. Eligió lo segundo y por meses no asomó la cabeza. Desde su escondite se enteró de detenciones, homicidios, traiciones y escapes. 

También de empresas que reabrían, casas recuperadas, calles pavimentadas por donde nadie se atrevía a pasar y colectivos de víctimas que levantaban la mano para hablar de sus desaparecidos. 

La tolvanera que provocó la violencia se asentó y le dio oportunidad de iniciar de nuevo.

Hoy trabaja para el gobierno en un área que no puedo revelar, pero que no tiene que ver con seguridad pública ni procuración de justicia. Se tomó el día libre para llevarme a La Durangueña y enseñarme los vestigios de la guerra: acá un paredón aún en pie, allá una casa con bidones quemados por dentro, más allá un camino improvisado por donde se llega hasta la punta del cerro, donde se cree que hay un cementerio clandestino. Su viejo lugar de trabajo. Su doloroso pasado.

La Laguna aún tiene muchos retos por delante: el Cártel de Sinaloa aún ronda por el desierto, hay expedientes pendientes de presuntas violaciones de derechos humanos cometidos contra vecinos en los años de la limpia contra Los Zetas, el “crystal” se consume en cantidades preocupantes y los colectivos de búsqueda de desaparecidos aún no encuentran a Fanny, Héctor, Luis Ángel y cientos más. 

Bajamos del fondo del Callejón 11, donde está la casa del techo caído. Es hora de abandonar el cerro que parece una cicatriz queloide como recordatorio que aquí hay un modelo de seguridad sostenible. 

Al salir, el sol aún quema a 43 grados y pega sobre una placa metálica en la que se lee el lema de Torreón, nunca mejor aplicado a su pasado y presente.

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